jueves, 6 de mayo de 2010


Mi nombre es Álvaro Schauser, soy o era psiquiatra, modestia aparte uno de los mejores. Premiado en varios países del mundo por aquellos a los que había logrado ¿ayudar? Estaba tan seguro de mí y del funcionamiento del cerebro, de que era él, el que dominaba cada sentimiento, cada emoción.
Hasta que la conocí a ella…
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Entro aquella mañana en mi consultorio acompañada por un enfermero que me entrego su historia clínica. Le di una ojeada mientras la observaba. Parecía una chica normal un tanto bohemia, con la mirada triste, pero la mayoría de mis pacientes llegaban así.
Bonita, no muy alta, su apariencia física la hacia parecer más joven de lo que realmente era. Ella también me observaba tímidamente mientras jugaba con sus dedos tan artesanales como los anillos que lucían.
“¿tenés dolor en el pecho?”
“si… me duele mucho!”, contesto. Ya lo decía en su historia clínica, consultas semanales por fuerte dolor en el pecho, dolor que ella declaraba tan fuerte que por momentos la llevaba a gritar intentando así aliviarlo. Según los estudios completísimos que se le habían realizado no aparecía nada fuera de lo normal. Intente explicarle eso pero aquella muchacha seguía insistiendo, seguía hablando de aquel dolor. Decía que era tan fuerte que no entendía como aquel que era el rey de su pecho podía soportarlo y seguir latiendo con aparente normalidad. Mientras hablaba note en sus ojos aquel brillo extraño que yo creí les obsequiaban las lágrimas.
Como buen profesional no me fue necesario indagar demasiado para darme cuenta que lloraba mucho y que la mayor parte del tiempo se encontraba triste. Ni siquiera preste la atención necesaria cuando me hablo de sus problemas con el sueño y… no recuerdo que más. No gaste mucho tiempo en dar mí diagnostico, (tenía ganas de estar en casa acompañado de mi amante señorita televisión): depresión.
Le recete un antidepresivo y algo no muy fuerte para que pudiera dormir, “pastillas para no soñar”, como las llamó alguien por ahí. Luego la despedí hasta la semana entrante.
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A la semana siguiente se encontró en mi consultorio a la hora convenida. La recibí seguro de su mejoría, pero su estado seguía igual: dolor en el pecho, problemas al dormir, llanto, etc., etc. lo mismo de siempre. Así que antes de suministrar dosis más fuertes de la medicación que la convirtieran en una persona aletargada que babea sus penas y locuras enmudecidas por todos lados, indague sobre su pasado: niñez, normal. Se podía decir que a pesar del divorcio de sus padres, cosa que no le afectaba, no había nada fuera de lo normal. Había tenido una infancia feliz entre juegos, paseos, cumpleaños, reyes y papá Noel, sin lugar a dudas mejor que la de muchos de los otros pacientes.
Adolescencia: rebelde, como todos. Cargaba en sus espaldas con el consumo de algunas sustancias, estupefacientes, pero ya había superado sus adicciones.
El reloj indicaba que ya habían pasado 10 min. más del tiempo que le correspondía. Vale aclarar que no había querido interrumpirla para que no pensara que no me interesaba su “fabulosa historia vivida”. Me acomode en el sillón, tome algún apunte en mi libreta y la despedí, prometiéndole dedicarle mi tiempo la próxima semana.
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Mientras iba avanzando, lo que yo llamaba tratamiento, lo que yo creía cura, también aumentaban los medicamentos, que eran cada vez más fuertes.
Un día, puntual como siempre ingreso al consultorio gritando, mientras lloraba me dijo: “¡YA NO PUEDO SOÑAR!”.
Creí que estaba sufriendo un cuadro de descompensación, si ese era uno de los problemas que ella tenía: el sueño. Intente explicarle que el tratamiento estaba dando resultado. Intente tranquilizarla indicándole algunos ejercicios de respiración.
Cuando logre calmarla le di la palabra: “Mi problema era el dormir, no el soñar”, hablaba lenta y tranquilamente mientras las lágrimas recorrían todo su rostro, lágrimas que escapaban contra su voluntad.
“Como es que pretenden sanar a mi alma y a mi corazón si no me permiten sentirlo ni siquiera en mis sueños, míos escucho, míos. Como cree usted que tiene un título, que es todo un profesional que voy a poder enfrentar la realidad que me crean cada día si no puedo sentirlo ni en mis sueños”.
No entendía de quien me hablaba así que le pedí que me explicara…
Su mirada se perdió en la lejanía a través de la ventana, mientras hablaba su mirada regalaba cada vez más brillo y el consultorio tomaba la forma de aquella plaza en la que lo había conocido. Él era un poco más joven y le había enseñado a amar. Pero el resto del mundo no podía reconocer un amor tan sincero, lo condenaba. La familia del muchacho no aceptaba a aquella muchacha (la diferencia de edad y la falta de “buenas costumbres”) y decidieron enviar lejos a aquel que le causaba tanta tristeza estando lejos.
Era una historia digna de la envidia de aquellos que nunca nos permitimos sentir tanto y entregarnos sin escondernos ni un poquito en frías trincheras, supongo que esa envidia fue la que me llevo a decirle que debía seguir adelante y replantearse su vida sin él, resumiendo le sugerí, aunque fuera una orden, que iba a cumplir por su voluntad o por la mía llevada a ella por tratamientos y pastillas, que lo olvidara.
Ella repetía una y otra vez, advirtiéndome sobre el crimen que iba a cometer y del que todo el mundo sería testigo, aunque elijan ser ciegos, que la única solución para eso sería la muerte porque el corazón no tiene una memoria olvidadiza.
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Era un caso, era una paciente tan complicada, esa chica iba a necesitar de mi atención por más tiempo, para así lograr controlar esos impulsos que talvez la llevaran hasta el suicidio. Llegue a creer en un momento que esa historia que me contaba era producto de su imaginación, que nada de todo aquello era real, aunque los detalles, la luz de sus ojos, el tono de su voz, todo indicara lo contrario. Tenía que haber una explicación para esa obsesión, no podía ser algo tan simple como amor y sueños por cumplir.
Tomé la decisión de que las sesiones pasaran de ser semanales a diarias y continué aumentando la medicación, siempre con la intención de que su vida no terminara en una desgracia. Finalmente tuve que tomar la decisión de indicar una internacíon con sesiones semanales de micro narcosis, esa muchacha debía olvidarse de aquel muchacho y de la tristeza que le causaba la distancia de su cuerpo y de su voz. En el momento de indicar el tratamiento no tuve en cuenta que no se podía controlar que cosas iba a olvidar, no tuve en cuenta que además de olvidar a aquel muchacho también iba a olvidar sus sueños e ilusiones o que estos iban a desaparecer de la mano de su recuerdo, ya que los habían construido juntos. Pero creo que lo más importante era que no me podía permitir que mi imagen de psiquiatra decayera, por una persona enamorada. ¿Egoísmo, envidia, mantener un status? No lo se, supongo que hubo un poco de cada uno.
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Durante el primer mes de internación, recibía mi visita dos veces a la semana, si mi agenda y mi amante (que me esperaba como siempre en casa, esperando que con toda mi masculinidad la encendiera) me mostraban que tenía tiempo de ir a verla, obsequiándole un poco de mi preciado y ocupado tiempo.
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Después de un mes completo de esta rutina agotadora comencé a pensar y a sentir que me eran necesarias unas vacaciones y además me llegó una invitación desde el viejo continente.
Desde Italia me convidaban para recibir otro premio, esta vez por mi trayectoria, así que aproveche y pensé que después de obtener aquel premio, podía tomarme mi muy merecido descanso en el Mediterráneo. Igualmente como todo buen profesional y tomando en cuenta a ¿mis pacientes o a mi nombradía que no podía permitirme manchar? Los derive a otros colegas, también de renombre, que los atenderían y les prestarían tanta atención como yo.
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Regrese a este, mi país, casi un año después. Esas vacaciones me habían hecho bien, había logrado desestresarme y así podría volver a prestar la atención necesaria a cada uno de mis antiguos pacientes.
Puse mi agenda al día y le indique a mi secretaria que hiciera las llamadas correspondientes para el esperado reencuentro con aquellos que me habían dado un status y a los que yo llamaba pacientes. Hoy aunque tarde, me doy cuenta que mi status dependía de las tristezas y sueños que el resto los ve y siente como demasiado improbables, como locuras, de otros.
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Todo iba bien, cada uno de mis pacientes parecía estar feliz de verme y de retomar el tratamiento conmigo, hasta que atravesó la puerta aquella muchacha…
Al comienzo me costo reconocerla, estaba tan distinta. Llegó hasta mi me saludo y sonrío, su sonrisa era algo así como dibujada, como aprendida.
Lo primero que hizo con los ojos vacíos y llenos de lágrimas fue agradecerme por haber cambiado su vida. Aún no se si las lágrimas que sus ojos me “obsequiaban”, eran a causa de haber cambiado su vida o porque a pesar de todo, todavía extrañaba su vida anterior, porque a pesar de todo su corazón seguía gritando que vivir era la vida que había dejado atrás.
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Después de un rato de escucharla se fue, entonces yo,… yo suspendí el resto de mis pacientes y volví a mirarla en mi memoria, volví a mirarla antes y ahora…
Entonces entendí: el mundo, ese que había condenado su amor era el mismo que me había llevado a cometer tantos crímenes y este en particular.
La había matado, había matado a aquella muchacha que se negaba a ser adulta por completo, que un día entro en mi consultorio con dolor en el pecho por no poder amar, por desconocer si alguien le abrigaba el alma y el cuerpo a ese chico del que desconozco el nombre.
Había asesinado a la chica que lloraba y que quería soñar.
Lo había logrado, ya no tenía dolor en el pecho y ya no lloraba, pero sus ojos estaban más tristes que cuando derramaban lágrimas y sentían. Su mirada ya no era pura, transparente, ni se perdía a través de la ventana. Ahora usaba mascaras y caretas que parecían de verdad, sus manos ya no eran artesanales, parecían esculpidas y eran tan frías como las de la estatua más bella. Tampoco tenía problemas con su despertar porque aquel hombre ya no la visitaba en sueños, es más ahora sus sueños tenían fronteras inquebrantables…
La había convertido en alguien normal, común, le había matado su individualidad, mire las paredes de mi consultorio, decoradas con diplomas y premios recibidos a causa de una excelente carrera y llorando comencé a hacerlos pedazos con ira, bronca, desilusión de mi mismo. Comencé a hacerlos pedazos entendiendo… cada diploma, cada premio era sinónimo de varias muertes.
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Esta es mi renuncia al mundo de la psiquiatría y mi confesión. Cometí el peor de los crímenes: mate uno o varios amores, mate sueños y mate formas distintas de decir palabras que no llegaban a pronunciarse. Lo comprendí al ver que hice desaparecer a esa chica.

FIN

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